lunes, 27 de junio de 2011

El Circular

            Desde que cambiaron el autobús en su línea, nuestro hombre estaba más disgustado, pues se había hecho a la idea de los asientos semi-mullidos.  Ahora, con el plástico, sentía que a sus años no encontraba la postura cómoda y tenía que sentarse y moverse un poco cada cinco o seis paradas hasta engañar el dolor de sus huesos.  El hecho de que el timbre de parada sonase una sola vez le pareció estupendo, pues esos campanillazos seguidos que daban algunos usuarios eran impropios de civilizados conviviendo en la capital.  Además, la altura en que se encontraban los asientos era ahora menor, facilitándole su acceso. 
            Él había llegado a Madrid -si mal no recuerdo- por el año cuarenta y cuatro.  Venía del pueblo con treinta y siete años de campo, labranza y hambre.  Su padre fue quien le disuadió de permanecer allí.  Por su parte hubiera sido incapaz de tomar tamaña decisión.  "Tú, hijo mío, vete a la capital y verás cómo te labras el porvenir", le recomendó su padre al mismo tiempo que le aconsejaba no meterse en nada raro, estar siempre a lo que le mandasen, desconfiar de la minoría y hacer lo que hiciesen los normales.  "Pronto te veremos de regreso en un auto con chofer y serás la envidia de todo el pueblo", fueron las últimas palabras que se le quedaron grabadas de su anciano progenitor.
            Pero Madrid fue su esperanza frustrada.  Jamás montó en un automóvil, ni siquiera de alquiler.  Desde el principio hasta su jubilación estuvo trabajando en la misma empresa -una de seguros-, que cerró cuando él se fue por no contratar otro cobrador de recibos.  A fin de mes él llevaba el salario de manos de su patrón a manos de su patrona en la pensión y sabía que apenas unas pesetas serían para sus gastos personales; el resto de lo que salvaba lo iba metiendo en una hucha de porcelana negra en forma de auto.
            Así fueron pasando los años, envuelto él y su boina en un impermeable azul, recorriendo Bravo Murillo -y todas sus calles perpendiculares y paralelas- desde Cuatro Caminos hasta la Plaza de Castilla, la compañía no daba más de esto.  Aún a sabiendas de la existencia del Metro, él lo utilizó pocas veces.  Lo que gastase en el transporte no se lo incrementarían en el sueldo, prisa por cobrar no levaba, ya que si acababa antes de tiempo lo ocupaban en limpiar la funesta oficina y eso de viajar por donde lo hacían las ratas nunca le entusiasmó.  Además, una vez, cuando bajaba en Alvarado, una lluvia de octavillas le sobrecogió pensando que pudieran confundirlo a él con un subversivo.
            Su padre murió en el cruce, a la entrada del pueblo, en una mañana de diciembre, esperando ver el auto de su hijo.  Él ya había roto la hucha para cambiar - antes de que acabase el plazo de circulación- sus billetes dobladitos y viejos por otros nuevos
            Ahora, nuestro hombre jubilado es feliz.  Nunca tuvo resentimientos de sí mismo porque siempre mantuvo presente su poca habilidad para alcanzar puestos mejores donde su situación social y económica mejorase.  "Si Dios lo ha querido así", era el consuelo más repetido de su resignación cristiana.  Nunca fue muy agraciado físicamente y como hombre decampo chapado a la antigua, sus miras no llegaban más allá de una linde prefijada.  Pues bien, como decía, jubilado y pensionista, ha encontrado sentido a su vida: circular.
            Con los estudiantes sube al autobús en Cuatro Caminos a eso de las cuatro.  Siempre se sienta en el mismo sitio: al lado de la ventanilla de socorro -que, por su ancho, le permite ver mejor- y en el lado derecho.  (Su padre le dijo una vez "Tú, hijo mío, como yo y todos tus antepasados, apolítico y de derechas").  Sin embargo, yo creo que esto de sentarse a la diestra es porque así puede ver mejor la acera y a los transeúntes.  Sin haber estudiado más que primaria sabe cuándo son los exámenes en la Universidad, qué asignaturas son más fuertes e incluso recuerda algún que otro nombre de catedrático.
            Una vez que a pasado Moncloa va leyendo las enormes carteleras de la calle Princesa.  Él nunca va al cine, pues supone el desarrollo de las películas por sus protagonistas, a la vez que se ayuda de los títulos.  Sabe cuáles son las buenas - las que llevan varias semanas sin cambiar - y enseguida intuye si la que acaban de estrenar va a tener éxito o no.  Cuando el autobús gira a la derecha, dejando Plaza de España, mira la estatua del Quijote y se acuerda del ejemplar que no hace mucho tiempo le vendieron a plazos y que, para segur la santa tradición, ni ha leído ni tiene intención de hacerlo, ¡pero y los lomos tan curiosos que tiene ...!
            Al pasar por la Estación del Norte siempre está atento de los reclutas que de improviso llegan a Madrid para dar la sorpresa en casa.  Lo que es a él no le hubiera importado hacer la mili, a fin de cuentas la hacen todos, pero tuvo la suerte de que su padre ahorrase lo suficiente para comprar su exención.
            Cuando giraba por la Glorieta de San Vicente y, recto, atravesaba el Paseo de la Virgen del Puerto, es cuando más disfrutaba; el Campo del Moro, que quedaba a su izquierda -claro, era un infiel-, le parecía majestuoso y siempre se prometía a sí mismo bajarse un día y pasear, sentarse en un banco y dar de comer a las palomas y gorriones.
            Había calculado que él no los vería, pero cuál fue su sorpresa al descubrir un día la cabaña flotante con patitos en un río Manzanares mucho más limpio; le pareció mentira, incluso llegó a imaginar que el Ayuntamiento los había puesto allí, al lado del Puente de Segovia, para que le animaran las tardes.
            El Viaducto no le gusta; una vez oyó contar al que estaba sentado detrás suya, decirle a su compañera el número de personas que se habían suicidado arrojándose a las Vistillas.  Era de entender, supuso él, que no fueron capaces de encontrar algo que es llenase, que les ilusionase su existencia, ¡con lo fácil que él había dado con su ruta!
            Al subir por la Ronda de Segovia, con el autobús renqueando, podía apuntar mentalmente los precios de las fruterías y después los comparaba con los establecimientos de la calle Francisco Silvela.  Le divertía calcular las diferencias entre un barrio y otro que, a veces, hasta se duplicaban.  No alcanzaba a comprender cómo las señoras de la compra no se daban cuenta del bailar de cifras entre comprar allí o aquí.  ¿Acaso porque un barrio fuese más sucio que otro, o porque una tienda estuviese mejor iluminada?
            En la Puerta de Toledo el autobús, ya repuesto de la empinada subida, recogía a los primeros niños salidos de la escuela.  Ver a los críos charlar, pelearse, comentar, silbar, insultarse, cantar, con sus uniformes tristes debajo de sus abrigos multicolores, le rejuvenecía.  Si bien nunca me dijo el mes que cumplía, yo he calculado, por la edad que tenía cuando vino, que sus setenta y ocho -setenta y nueve años no se los quitaba nadie.  Con esas primaveras encima se echan en falta unos nietos y si ciertamente un chavalillo tímido había hecho amistad con él, ya que le guardaba siempre que podía un asiento, desde que éste dejó de aparecer-téngase en cuenta que desde su jubilación había pasado tiempo suficiente como para que su infantil amigo estuviese en segundo de Carrera-, nuestro hombre echaba en falta a alguien mientras atravesaba la Ronda de Toledo y la de Atocha.
            Pero todo se disipaba en cuanto llegaba el momento cumbre del trayecto: "el escalextric".  Jamás había subido tan alto.  Por segundos disfrutaba Madrid visto desde las alturas.  Se imaginaba que era más amplio que lo que su vista pudiese alcanzar, pero esto le bastaba.  La sensación de grandeza que le producía ver desde arriba los hombres pequeños, la Estación de Atocha hundida, las casas en la lejanía como de cartón, el cielo grisáceo, era tal, que soñaba despierto haber pagado un viaje por la "montaña rusa" de un parque de atracciones.
            Era por el Paseo Reina Cristina -al subirse los primeros trabajadores de la tarde-, cuando más atento estaba a los comentarios de actualidad.  Nunca compró un periódico porque para leer los titulares le bastaba con lo que oía en el autobús.  Si ETA había cometido un asesinato no le importaba a quién.  Él sabía que equipo iba en cabeza de la Liga de Fútbol, que los yanquis eran unos imperialistas, que la OTAN era mala, que casi entramos en el Mercado Común pero que nos engañan, que el PSOE hace lo que puede y lo que hace bien hecho está, que son unos traidores a la Clase Obrera ...  Así, con estos latiguillos y frases hechas perfilaba su pensamiento, su ideología y la de los demás.  En su recuerdo quedaron las pintadas, manifestaciones y algarabías de la transición vistas desde la ventanilla de un autobús. Sin quererlo sabía siglas y siglas, que aunque no significasen nada para él, había retenido en su memoria.
            Cuando pasaba por la Plaza Mariano de Cavia siempre se fijaba en las alas de las aves de la fuente.  Al moverse le recordaban los primeros juguetes mecánicos de los hijos de los ricos del pueblo que tanto envidió. Hubo una época, atravesando la calle Menéndez Pelayo, en la que se cruzaba una rápida mirada con una niña enferma del Hospital del Niño Jesús, siempre aposentada en la misma ventana.  Esto duró cuestión de meses.  Cuando dejó de verla no le dio mayor importancia, estaba acostumbrado no solamente a ciertos cambios en el mobiliario urbano (papeleras, farolas, semáforos, paradas de autobuses ...), sino también a la movilidad de las personas.
            Siguió días a días la construcción de Torre España, que se le presentaba en la confluencia de O`Donell con Narváez, y si no la había distinguido bien, volvía a contemplarla doblando de Jorge Juan a Doctor Esquerdo.  Apenas veía televisión, con contemplar la altura de la torre se conformaba.  Por cierto, ahora que pasa el autobús por la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, recuerdo la nostalgia que sentía por su padre y el auto con chofer al dejar a un lado el edificio de donde salen los billetes y las monedas.
            En la Plaza de Manuel Becerra, al pasar por la Iglesia de Nuestra Señora de Covadonga, muy disimuladamente nuestro pensionista se santiguaba.  No iba a misa porque no consideraba otra iglesia que la de su pueblo, pero se sentía religioso.  Era este, Francisco Silvela, el tramo que menos le gustaba de su viaje.  La gente caminaba más deprisa, los ruidos aumentaban y apenas podía fijarse en los escaparates ya que, al ser las paradas más distanciadas, el autobús tomaba más velocidad.  Entonces apartaba la vista de la ventanilla -lo cuál le permitía relajar los músculos del cuello- y estaba más atento a las personas que subían y bajaban.  Llegó a la conclusión de que la moda era también circular.  Lo que antaño vestía su tía soltera en su época era la vanguardia de las más atrevidas de hoy en día.  Dióse cuenta de que se perdían las buenas costumbres, que cada vez se cedían menos asientos, que molestaban más a la hora de apearse y que ya no se preguntaba ¿va usted a bajarse en la próxima? sino que se empujaba.  Esto de las peleas le ponía intranquilo y huidizo, sobre todo si era con los conductores, a quienes él conocía pero no a la inversa, ya que nunca cruzó una palabra con ninguno de ellos.  Si él fuera el dueño de la empresa de autobuses pondría una cabina de separación, me comentó nuestro hombre una vez.  Al conductor no se le debe ni hablar ni distraer, tiene la obligación de circular.  Así se señalaba, junto a las demás prohibiciones, en las normas impresas situadas en el cristal detrás del respaldo del conductor.  La confianza que el jubilado depositaba en el empleado de la EMT era la misma que si fuera su chofer particular, al cual no tiene que decirle nada, ni siquiera el trayecto o ruta que desea, porque de antemano lo sabe.  El chofer solo establece contacto visual a través del espejo retrovisor o cuando abre la puerta al bajarse.
            Llegando a Joaquín Costa podía ver las casas de un barrio al que no le hubiese importado pertenecer.  Observaba las de dos y tres plantas, con su jardincito y su garaje incluido, y la memoria siempre le retrotraía a sus primeros años en Madrid.  Ahora el viaje estaba próximo a concluir.  Al subir por Raimundo Fernández Villaverde es cuando se daba cuenta que pronto, en Cuatro Caminos, tendría que bajarse y andar un poquito hasta llegar a su pensión.  Se levantaba del asiento con el autobús detenido en la glorieta, pues hacía una arada un poco más prolongada que las demás.  Antes sacaba el Bono-bús -se negó a comprar los billetes de viejo- para cerciorarse no solamente de que hubiese picado, sino de que estuviese impreso pues, desde que salieron las tarjetas de cartón, las guardaba, y en sus ratos muertos las repasaba llevando su contabilidad y pudiendo observar cuando había faltado a su cita diaria con el Circular por cuestión de enfermedad.  La hora y media u hora y tres cuartos que llevaba sentado en la misma postura le hacía descender cautelosamente y con pausa, no fuera atener un accidente.
            Este es el personaje y su autobús: el Circular.  Circular era su vida, su consigna; salida y llegada, inicio y final tenían que coincidir.  A diario daba la vuelta completa al mismo recorrido.  Por eso ahora es feliz, porque ya no anda ni camina, circula.  Sabe que su chofer del uniforme azul no va a errar en su ruta, que es imposible que se pierda por un Madrid cada día más grande e inhóspito, que le va a dejar en el mismo sitio que le recogió y, para este hombre, al igual que para muchos otros que temen verse en situaciones nuevas y desconocidas, esto es seguridad.  Pensando en ellos inventaron los Circulares, para que subiesen y bajasen, todos los días, todos los ciclos, en el mismo sitio, como cuando de pequeños montaron por primera vez en un tiovivo y no querían parar de dar siempre la misma vuelta.


[escrito en Madrid en los años 80. Fue premio distrito de Chamartín del Ayuntamiento de Madrid]

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