Hoy me he acordado de Vidal, mi peluquero a domicilio.
Aunque eso de tener un señor que maletín en mano se presentaba en tu casa para
poner orden con las tijeras a tus cabellos sonara a lujo de niño de papá, era
más bien todo lo contrario. Nos lo buscó el portero de la finca, Miguel,
escandalizado por lo que cobraban en las peluquerías del barrio por algo tan
humano y natural como que te crezcan los pelos. Vidal era funcionario del
Ayuntamiento de Madrid, sección barrenderos, pero no de los que empujaban la
escoba, sino de los que organizaban a las cuadrillas. Por las tardes, para
sacarse un sobresueldo, algo muy de la época de la Transición de la miseria a
la postmiseria actual, pelaba por las casas. La primera vez que lo vi, he de
reconocerlo, me dio miedo. Tenía los ojos como el Jonqueras, no confundir con
el Llongueras, el de los champuses capilares, sino con el que ha pactado con la
burguesía catalana despedirse de España sin que les cueste un euro. Yo creí que
ese hombre me iba a dar un trasquilón de un momento a otro con el lado menos
fijo de su ojo a la virulé para dejarme a la intemperie mi brecha en la cabeza
producto de un émulo de ciclista. Pero no, Vidal, era bueno. Vaya si lo era.
Marcabas un número de teléfono, de esos que tenían ruedecita y retorno de dial
automático, y al día siguiente, sonaba un timbre y aparecía un señor bajito con
una cartera negra en la mano.
A él, lo que de verdad le gustaba, era pelarnos en serie, a
todos los hermanos y papá. Eso eran unas pesetitas, creo recordar 50, no por
barba, imberbe en este caso salvo nuestro santo progenitor, sino por cabellera.
Con el tiempo, aprendí los trucos del buen sujeto paciente que se expone a entregar la fuerza de sus cabellos. Primero,
no dar conversación al técnico capilar salvo el tan consabido “como siempre, ya
sabe”. Segundo, no estornudar con la navaja rasurando el cuello. Tercero,
cerrar los ojos cuando la herramienta iguala con su filo el flequillo y las
cejas, y por último, ahorrarse ser víctima de la colonia final -que deben
comprar todos por arrobas porque siempre aparecen en envases cuneros- con la
excusa de que nada más acabar te vas a duchar y quitar esos pelillos
restantes en la nuca. Con
esos cuatro mandamientos uno puede pasarse el resto de su vida sin tener que
odiar ser pelado o perder el tiempo en la peluquería.
Ahora, eso de tener peluquero particular a domicilio vuelve.
Como les digo, un pequeño anuncio en forma de octavilla se coló esta mañana por
debajo de la puerta de casa. ¡Ser pelado en tu propia casa, sin colas ni
esperas! ¡Vaya lujo asiático! Como en los mejores tiempos de la antemiseria. Sin
ivas, sin tener que pagar a la SGAE por escuchar música en la radio, sin impuestos
ni niños muertos. En tu casa, en babuchas y leyendo no una revista sobada de
hace ni se sabe cuántos meses, sino el periódico del día, en formato papel o
tableta que de eso ya hablaremos en otra ocasión. Del horrible y frío salón de
belleza al salón de tu casa. Ahora bien, me pregunto, y los sindicatos del ramo
de peluquería, ¿qué opinan de esta modalidad de trabajo en negro? ¿O les
importa una higa los emprendedores autónomos?
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