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miércoles, 16 de mayo de 2012

Una arcadia feliz



Caminando a ninguna parte

Imaginé un gimnasio del tamaño de una inmensa nave industrial. En una fila india, de varios miles de metros de largo, cada máquina de esas con una cinta sin fin tenía un monitor de televisión. Sin voz. No hacía falta. Cientos de hombres y mujeres caminaban a ninguna parte mirando la pantalla fijamente sin decirse absolutamente nada entre ellos. Era la gimnasia del nuevo milenio. El culto al cuerpo, la posibilidad de que el chándal se te pegara a la piel para demostrar con tu sudor que habías moldeado perfectamente tus carnes. Sudores, agua embotellada, asepsia en las duchas, pulcritud en los vestuarios. Sonó la campana y cada uno de los socios se dirigió al aparcamiento para montarse en su coche. Todos, otra vez en fila india, sin alterarse, y respetando con sacra educación los turnos, aguardaban ahora en la auto hamburguesería para hacer su pedido desde la ventanilla, sin bajarse. Tres alternativas con dos combinaciones: Vegetal, de vacuno y porcino, con tomate o mostaza. Dos tamaños, grande o mediano. Una vez saciada el hambre por la quema controlada de calorías, y bien repostado del refresco familiar de zarzaparrilla, todos los ciudadanos y ciudadanas de esta arcadia feliz, fueron a ver un espectáculo deportivo. Creo que era un partido de fútbol. Apasionante. (La pesadilla) 

lunes, 12 de diciembre de 2011

Como las cuerdas del columpio

Nada ya es igual
Tu ayer ha pasado sin que
el presente se digne siquiera a mirarte a los ojos
Vendrán, apesadumbrados, para pedirte cuentas
Y tú, inocente, no sabrás a ciencia cierta ni de lo que te hablan
Serán otros tiempos
Duros
Extremadamente duros para ser ciertos
RMG
(el dibujo es de Andrea, tres años y una larga vida por delante,
como las cuerdas del columpio) 

viernes, 19 de agosto de 2011

Desatinos de Pablo Ginés

No se mató a estudiar

           Lo que se dice matarse a estudiar no lo hizo. De hecho, tardó, con el presente, seis años y medio lo que pudo acabar en tres. Pero tampoco se aburrió, que, para Pablo Ginés, recién titulado, era lo peor que pudiera haberle sucedido.
            Sus correrías de estudiante no andaban a la zaga de los bachilleres de la Literatura del Siglo de Oro.  Pero ahora, viviendo de las ganancias del realquiler de un semisótano chiribilitero que se inundaba a poco que cayese el calabobos, no estaba como para correrse otras juergas que el poder festejar que comía una vez al día, dos cuando le invitaban a cenar sus amigos. Con deciros que reponía la gasolina de su mechero de martillo con la botella de limpiarse las huellas del DNI en la comisaría de su barrio, os podéis imaginar cómo las pasaba.

 
"Decidió volver al pueblo"

            Como el hijo pródigo - que no prodigio, que es lo que esperaban sus padres - decidió volver al pueblo, harto ya de buscar trabajo, rellenar instancias y no vender una sola enciclopedia ilustrada a comisión más dietas de desplazamiento. Durante cuatro días antes de partir estuvo desayunándose hogazas de pan con aceite, a fin de rellenar un poco ese cuerpo tan escuchimizado y dar la impresión a su madre de que eran ciertas y buenas esas pagas de ese inexistente trabajo que había conseguido desde que acabó la carrerita. Pero lo que era una prueba huesudamente palpable en su contra del pretendido empleo se convirtió en un justificante a todas luces creíble: el médico de su empresa le había ordenado tajantemente el regreso a la aldea, en busca del aire y del descanso, para curar esa tuberculosis que la capital le había engendrado.


            No fue el aspecto famélico de su hijo, ni los ladridos de su estómago a la hora de compartir la mesa, lo que más le sorprendió a la madre, sino el titulillo. Las orlas geométricas de tan bonitos colores, el escudo de la patria, los múltiples sellos de distintos organismos, las firmas ilegibles para dar más autoridad, el nombre de su hijo con el Don delante y en letras de caja alta: APAREJADOR.  Cuántas líneas tiradas sobre el tablero de un anuncio publicitario de café arrancado de una tienda de ultramarinos habían hecho falta para obtener la cartulina.

 
            Quiso el azar que la misma marca del café del anuncio fuese el que emplease la señora de Ginés para invitar a todas las Marías de la aldea a celebrar la vuelta de su hijo y de camino enseñarles el titulillo que, colgado en la pared con un restituido marco apolillado de una Santa Cena de plata venida a cobre con agujerillos, cambiaba por completo el anterior ambiente del comedor.

 
            Bastaron unas semanas para que Pablo Ginés padre presumiese de que los torreznos de sus cerdos habían sanado la enfermedad de su hijo.  Pero el problema era ahora encontrar un trabajo en consonancia con el barniz de Pablito - leído y escribido - y a todas luces muy lejos de las posibilidades de un pueblo que la sierra ofrece. Fue el alcalde pedáneo, Don Inocencio, quién mostrando un vivo interés por promocionar a las primeras glorias del desarrollismo de la aldea, a fuerza de no pocas rogativas, hallase un empleo para distribuir las sacas de una estafeta de Correos a veintitantos kilómetros, en la bifurcación de la línea de ferrocarril que dividía los destinos de dos grandes capitales de provincia (me abstengo de daros nombres concretos para que este relato no dé lugar a mofas y chascarrillos sobre los habitantes de la zona).

Distribuir cartas en una estafeta de Correos

            En mala hora llegó Pablo Ginés el primer día de su trabajo.  Interrumpir una partidita de mus y levantar de la siesta al jefe de la estafeta durmiendo plácidamente sobre unas sacas son cosas poco agradables, por muy buena impresión que uno lleve. Como contrapartida, tuvo que descargar él solito el vagón de las 17:35, vaciar el contenido y clasificarlo. El olor de dos botellas de anís rotas hicieron que se arremolinara toda la plantilla junto a él para discutir que era mejor, si mandar el resto de las cuatro botellas que componían el paquete, o bebérselas y darlo por extraviado. Y en el cenit de las argumentaciones vuelve a incordiar Pablo Ginés que, con una caja de cartón con pequeños orificios y una estructura de tablas de madera, dice que tiene una bomba dentro a juzgar por el zumbido que emite.
            - ¡Afuera, afuera con ella! - grita el jefe desesperadamente. - ¡Ahí no, que está el depósito y si explota volamos todos!, ¡al otro lado de la vía! - Pablo, con el rostro lívido, la deposita en un descampado. - Hay que abrirla, y te toca a tí, tú eres el que has oído el zumbido de la mecha - , le ordenan alargándole el palo de la escoba a la vez que le recomiendan que se proteja detrás del bidón.

 
            Acostumbrado como estaba a manejar el compás, le era ahora imposible controlar el pulso sin que le temblaba la mano.  Cuando todos esperaban ver la explosión, un enjambre de abejas empezó a salir de la caja abandonando el panel.  Junto con las sanguijuelas y los gusanos de seda, son los únicos animalillos vivos que permiten viajar por Correo. Se cebaron con el desdichado Pablo.  Su cara, sus delicadas manos, parecían de relieve tipográfico. Entre las carcajadas de los empleados, juró no volver más por allí.

            Con hondo pesar de su madre y alegría de su padre, descolgó el titulillo, embaló un jamón de bellotas y se vino a suicidar de trabajo a la capital.

"Embaló un jamón de bellotas y se vino a suicidar a la capital"





ESCRITO EN LOS AÑOS 80

sábado, 30 de julio de 2011

¡Qué casualidad!

-Estoy interesada en recibir más información sobre este inmueble.

-Como todas las características están puestas en el anuncio de la red, le adjunto unas fotografías del piso. Si necesita alguna aclaración llámeme al móvil que aparece indicado.

-¿Desde cuándo has cambiado de móvil cabrón? Las fotos de nuestra casa están muy bien. Seguro que las ha hecho un fotógrafo, o fotógrafa, porqué tú eres incapaz de sacar una instántanea derecha ni con el fotomatón. Además, a quién les has consultado para poner en venta nuestro hogar. Te recuerdo que aunque yo he aportado bastante menos dinero seguimos siendo una sociedad de bienes gananciales y la mitad de la propiedad es mía.

-¿Y tú, qué hacías bicheando apartamentos por el barrio? ¿Es que acaso necesitas uno para ti solita cerca del curro? ¿Estás buscando algo que te guste antes de coger tus cosas y decirme que te marchas? Qué forma más elegante de pirarse.

-Que te den. Mañana mismo me instalo en casa de mi ex. Por cierto, baja la tapa del váter todos los días y no le gusta el fútbol.

-Importantísimas premisas para vivir de alquiler en pareja contigo. Dile de mi parte que si es capaz de pagar un 70 por ciento de la mitad del precio ofertado os quedáis con la vivienda. Y escriturada al límite de su valor para no pagar impuestos.

-Vale. Por cierto, no mandes por internet imágenes del dormitorio nuestro donde aparece la foto mía grande que está encima de la cama. Gracias

jueves, 7 de julio de 2011

Maestro de todos, maestro de nadie


            -Hasta aquí podemos llegar, el resto lo tendrá que hacer usted en un carromato.  Me imagino que habrán avisado en el pueblo.
            -De acuerdo.  Ayúdeme a bajar estas cajas, por favor.
            El auto dio marcha atrás un buen trecho hasta encontrar un recoveco donde, después de unas cuantas maniobras, pudo cambiar el sentido y regresar.  "¡Buena suerte!", fue la despedida del chofer de ese automóvil con matrícula del Ministerio de Instrucción Pública.
            Sentado sobre una de las cajas, Sebastián Villanueva estaba aturdido por el cambio tan brusco que le suponía estar ahora tan tranquilo y sosegado cuando poco antes no sentía otra cosa que los bruscos saltos en el asiento del coche cada vez que las ruedas se introducían en un bache.  El paisaje era francamente maravilloso.  Esas colinas al fondo con matorrales y calvas de piedra, espejos de sol; los chopos de la vereda, inmóviles e inhiestos, sólo balanceaban sus ramas cuando un pajarillo saltaba de un lado a otro.  Aquí un campo de labranza, allí uno de crianza.  Los diferenciaba el color y el cerco.  El primero, amarillo y desvaído como si la calor le hubiese comido su dorado, no tenía vallas ni esa pequeña muralla de piedras con que contaba el recinto verdimarrón de encinas donde unos cochinos masticaban bellotas, sin alterarse lo más mínimo por su presencia.
            Le habían dejado a unos dos kilómetros del pueblo, donde la carretera de gravilla acababa y empezaba ese camino tortuoso de tierra y piedra por el cual era casi imposible que un coche avanzase sin destrozar las ballestas.  "Es gracioso -pensó mientras liaba un cigarrillo- que esté yo aquí aguardando en esta frontera artificial, límite entre la civilización urbana y la del campo, donde no existe otro trámite aduanero que el cambio de la tracción mecánica por la animal".
            -¡Eh!, ¿es usted el nuevo maestro?, preguntó impacientemente el hombre sentado en el pescante del carro antes de que Sebastián pudiese apreciar su rostro -con las mano a modo de parasol a la altura de las cejas- , para distinguirle en la ceguedad que produce el sol de frente.
            Cuando llegó al mojón donde una piedra encalada y con letras negras indicaba el nombre del pueblo, el hombre del carro saltó con agilidad y a la vez con la parsimonia del que está acostumbrado a hacerlo con frecuencia.
            -Me llamo Anastasio y soy el alcalde, vengo a recogerle.  En cuantito recibí la llamada de Diputación, apareé la mula y me encaminé "pacá"
            Mientras le daba la mano pudo notar que la tersura de su palma no correspondía con la rudeza de un hombre que se emplea a fondo con las herramientas de labrar la tierra, pero tampoco tenía la suavidad suficiente que obsequia el trabajo administrativo de un organismo como el Ayuntamiento, donde sólo se emplean para firmar actas y dictar bandos.
            -Oiga, cómo pesan estas cajas; espere, espere que puedo hacerlo yo solo.
            -Son libros.  Los necesito para dar clases y, por otro lado, son mis acompañantes.  Por favor, tenga cuidado, no vuelque la maleta.
            -¿Y todo esto va usted a enseñar?
            -No, la mayoría son libros de literatura e historia para mi consulta.
            -¡Ah!, porque el anterior maestro sólo explicaba la Enciclopedia cili, ciclo...
            -Cíclico-Pedagógica.
            -Sí, eso es.  Parece mentira que se hayan publicado tantos libros ¿verdad?  Eso es lo que hace falta, que lean, que lean.  Que se enteren que hay más que este pueblo y que esta España.

            Mientras la mula tiraba del carro y poco a poco recorrían el camino, Anastasio no paró de hablar.  Al maestro le pareció franco y la impresión que le causó es que tenía ya en él el primer punto de apoyo para un  difícil labor educativa donde, en la sociedad cerrada de un pueblo serrano, el trato con los padres podía ser más laborioso que con los alumnos.  Tenía por delante un campo experimental idóneo donde poner a prueba la nueva pedagogía que había estudiado en Londres tras obtener su licenciatura como maestro.  Los nuevos métodos de enseñanza eran, sin duda, de más costosa aplicación que los antiguos.  Exigían calma, templanza y buenas maneras, pero lo más importante era que los padres colaborasen, que el hogar fuese la primera escuela.  Su misión principal era despertar ese letargo que padecía la enseñanza rural, donde se mandaba a los niños al colegio como el que los manda a por agua del pozo, o a hacer la primera comunión, o las labores del campo.  Porque mando yo y basta.
            Llegando a la plaza, Anastasio se apeó del carro y, con la mano, le señalaba su nueva casa, la casa del maestro.  "Quiero ver primero la escuela", le dijo amablemente Sebastián al mismo tiempo que una pequeña inclinación de la cabeza daba a entender que aprobaba la vivienda que le correspondía como titular de la enseñanza.
            -Bueno, verá, es que ocurre lo siguiente, había dinero y yo propuse que la arreglasen, pero los del Círculo Católico exigieron que se les renovase los techos de su local, que se venían abajo, y ... ya entiende ... que bueno, que a la escuela le hace falta todavía unos pequeños arreglitos de nada, pero yo le prometo que antes de que comience el curso los tendrá.
            Mientras se dirigía camino del colegio, Sebastián se sentía diana de todas las dianas.  De reojo, podía ver que le espiaban tras los visillos de las ventanas, que los viejos cuchicheaban sobre él, que un corro de niños le señalaba.
            La escuela se encontraba en la parte baja del pueblo, cerca de un arroyo -por llamarlo de alguna manera- y, medio destartalada, daba la impresión de una estación de ferrocarril que hubiese sido abandonada porque cortaron el tráfico de trenes hace lustros.  Una mampostería de azulejos en el frontal indicaba claramente las dos aulas con que contaba: NIÑOS y NIÑAS: esta última en peor estado que la primera.  Las banquetas de los pupitres corridos se amontonaban al fondo cubiertas por unas lonas.  El estrado del profesor, sobre una tarima de madera, parecía más nuevo que la mesa cuyos cajones no encajaban.  En la esquina, una chimenea, y, sobre la misma, un estante agujereado servía de soporte a varas de enebro con distinto diámetro, dependiendo del castigo corporal a aplicar.  El mapa y el crucifijo, las manchas de tinta y el borrador de la pizarra.  Nada extraño, salvo un armario con varias perchas donde aún quedaban cuadernos de caligrafía sin utilizar, podían llamar su atención.
            Instalado en la Casa del Maestro se sentía feliz.  Un gran balcón cerrado por un ventanal era el sitio idóneo para aprovechar los rayos de luz desde que comenzaba el día y dedicarse a la lectura.
            Amablemente había rehusado el ofrecimiento de Juana, una mujer con las manos más blancas que hubiese visto jamás, le hiciese para gobernar la casa.  Sabía cocinar, no muy bien, pero lo que más necesitaba ahora era la independencia que concede la soledad.  Al final se arregló para que ella pasara dos veces por semana, una para limpiar y otra para lavar la ropa. Su única distracción puertas afuera eran los paseos al atardecer por los alrededores del pueblo y esas visitas inesperadas que hacía a la escuela para seguir los arreglos de la misma.  En cuestión de un mes, el aula de NIÑOS tenía otra imagen; blanqueados los techos, repuestos los vidrios rotos, limpiada la chimenea, se volvía habitable.  Sin embargo, el aula de las infantas no la habían tocado.  Esto dio lugar al primer roce que tuvo con el párroco al enterarse que, apoyado por el Círculo Católico, el cura se negaba tajantemente a que las niñas diesen clase hasta que mandasen una profesora al pueblo.  Así llevaban esperando más de tres años y ninguna maestra accedía a ocupar la plaza vacante en esta sierra.
            Se dirigió a la sacristía de la Iglesia para hablar con Don Julián, pero éste se negó a recibirlo excusándose a través de un monaguillo, que tenía muchas cosas que hacer.  De más sabía el maestro los comentarios desfavorables hacia su persona por no haber pisado la casa de oración, con otro fin que no fuera interesarse por las tallas de los santos, el órgano, los cuadros y el retablo mayor.
            Anastasio no estaba en el Ayuntamiento y fue a verle a la alquería, donde arreglaba unos asuntos con su mayoral.
            -Pase, pase, está usted en su casa.  ¿Qué le trae por aquí?
            -Me parece inconcebible que las niñas no acudan a la escuela junto con los niños.  Ahora tienen la oportunidad de hacerlo y no se puede desaprovechar.  Soy de la opinión de tirar el tabique que separa las aulas y hacer un única conjunta.
            -Mire yo ... en este asunto ni entro ni salgo, creo que se deben dejar las cosas como están.  Siempre han existido dos aulas y, como usted comprenderá, la educación ara unos y para otras nunca ha sido igual.
            -¡Ah, si! ¿se enseñaba a sumar de forma distinta dependiendo del sexo?
            -No, ni mucho menos, pero la maestra que hubo aquí, bueno ..., que las niñas requieren una educación, llamémosle especial, más ..., más centrada en las labores de casa, eso es.  Las mujeres hay que prepararlas para otros menesteres.  Usted ya e entiende.
            -¿Cuáles?
            -Cuales va a ser, el sueño de toda mujer, casarse ¿no?  Eso es la opinión de la mayoría de los del pueblo, que a fin de cuenta es la que vale.
            Los últimos escarceos del verano daban paso a las primeras hojas de otoño.  Nuestro maestro se impacientaba por comenzar su trabajo y, no es que hubiese perdido el tiempo, no.  Conocía ya a las principales figuras de este pueblo, falso en su unidad, pues era una fiel muestra de las tensiones sociales y políticas que vivía el país en la década de los treinta.  La pequeña burguesía agrícola y ganadera cerraba filas en pro de una monarquía conservadora y tradicional en el Círculo Católico.  Frente a éste, el otro círculo, el Republicano, donde el boticario, el municipal y unos cuantos comerciantes se erigían en representantes del anticlericalismo más cerril.  Y, para colmo, el bar de Juan, donde una docena de aparceros se reunían para maldecir a ambos.
            No alcanzaba a comprender cómo había llegado hasta aquí el odio y la mezquindad de la raza humana.  Si todos se conocían, ¿por qué nadie entre ellos practicaba el diálogo?  Cierto que las circunstancias eran propicias para que se generase esa violencia ambiental que, aunque todavía estaba en potencia, el día menos pensado se convertiría en acto.  Por eso el maestro tomó la decisión de evitar tomar partido por nadie, ya que no quería ser causa de disputa y todavía se arrepentía de haber tenido problemas con el párroco.  Se daba cuenta de que le respetaban por sus conocimientos y esto era muy importante.  Además, por su parte, él pertenecía a tierra de nadie y no consideraba sus ideales tan determinados como para circunscribirse o apoyar o atacar a algo o a alguien por sistema.
            Había rechazado concienzudamente dos invitaciones a una cena dominical que celebrase la apertura de la escuela.  Una la daban en el Hogar, local donde se reunían los del Círculo Católico, y otra en el Casino, centro de encuentro de los republicanos.  No supo de quién partió primero la idea, ni quién la plagió después, pero ambos querían implícitamente comprometerle , darle una oportunidad para que se definiese, cosa muy alejada de sus propósitos, que no eran otros que enseñar a los que no supiesen y aprender lo que le fuese desconocido.
            El día que se abrió la escuela, primeros de octubre, se presentaron no más de veintidós chavales.  Él ya conocía cuanta era la población en edad escolar porque Anastasio le había confeccionado una lista y, entre los que habitaban en el pueblo y los de las casas de la sierra, sumaban setenta y ocho; quitando a las niñas, cincuenta y seis.  No era muy halagador inaugurar un curso así, pero el éxito dependía única y exclusivamente de él.
            Los chavales, todos sentados, hieráticamente, con su mirada indagaban al profesor.  Le conocían de sobra pero verle ahora sobre el estrado, entre las cuatro paredes, cambiaba completamente.  Nadie abrió la boca hasta que fueron preguntados uno por uno cómo se llamaban y donde vivían, así como si habían asistido antes a la escuela, si sabían leer, escribir y otras cosas.  Desde el más pequeño, Manolo, que apenas contaba siete inquietos años, hasta Rafa, con una barba el proyecto a sus quince años, existía toda una gama de edades y conocimientos.
            "Hace frío ¿verdad? ¿por qué no salís un momento y buscáis algo de leña para la chimenea?", les dijo a los críos.  Antes que hubiese pensado a quién le iba a encomendar esta misión, todos en tropel corrieron afuera a por trozos de madera.  Según llegaban, la amontonaban al lado de la chimenea.  Cuando de nuevo estuvieron todos sentados, él se acercó a las varas de enebro para el castigo físico, alineadas paralelamente por su grosor, y una a una las fue astillando para encender el fuego.  No hubiese deseado en ese momento otra cosa en este mundo que poder oír los comentarios de sus alumnos.
            Los dividió en tres grupos y a cada uno les daba tres horas de clase.  Empezaba a primera hora de la mañana con los mayores y terminaba con los más pequeños, así estos últimos podían estar más descansados cuando llegaban a clase.  Por supuesto, los grupos no eran homogéneos y cuanto más edad tenían más complicada se le mostraba la enseñanza.  "Son como la arcilla, a medida que pasa el tiempo y se seca, más cuesta moldearla", pensaba.  Tenían una aprehensión desmesurada a las pocas palabras o consejos que recibían de sus padres.  Grabadas a fuego, era difícil hacerles discernir entre si dichas sentencias eran positivas o negativas para ellos.  Sus padres eran sus dueños, todavía muchos les trataban de Señor y querer cambiar esta relación, mantenida quizás durante siglos, se le hacía cada vez más complicado.  No obstante, había notado minúsculos avances al transcurrir los meses.  Se volcaba más con los que mostraban mayor interés e incluso había llegado a prestar dos de sus libros, elegidos con sumo cuidado para evitar malentendidos, a un alumno de nivel intermedio.           
           Empezaba a tomar las riendas de la escuela; se incorporaron siete más, aunque uno abandonó hace ya tiempo la asistencia. Este fue un caso gracioso.  Un día se le presentó y, frente a frente, le espetó: "¡No pienso volver más por aquí! ".  Callado, el profesor no le pidió ninguna explicación y esperó a que continuara hablando. "Si antes venía era porque el anterior maestro en cuanto se enteraba que hacía novillos me ponía de rodillas y en las palmas de las manos me sacudía hasta que se cansaba", fue su argumento.  Se presentó su padre y, a primera vista, parecía tener tan pocas luces como su hijo, o incluso un poco más bruto si esto cabe.  Tras discutir con él el poco tiempo que pudo mantener una conversación, le convenció de que su hijo había ya aprendido lo suficiente y no era necesario que continuase en la escuela.  Así de contentos se fueron los dos, que a la semana siguiente recibió un queso de regalo.
            Sin embargo, no todo era sembrar y recoger la cosecha.  Había algo que le preocupaba y mucho.  Existía una relación inversamente proporcional entre sus alumnos y los del pueblo según avanzaban los meses.  Cuanto más compenetraba con ellos, más aislado se sentía de los habitantes.  Juana, cada vez que aparecía por casa parecía una confidente: "Porque se dice que usted los domingos ni va a misa ni va al Casino, que es más raro que un perro verde, la mujer de Jeremías, la Concha, esa que es tan gorda, le oí decir que usted era masón, porque usted no es masón ¿verdad?, que mete ideas muy raras en los chiquillos, que lee más de la cuenta, que ...".
            Empezaba a inquietarle la idea que en torno a su persona empezaba a formarse en el pueblo.  Al principio no le importó mucho, lo raro hubiera sido lo contrario, pero la bola de nieve no paraba, sino que adquiría mayor tamaño.  Es más, tenía un aspecto demasiado hiriente para el estoicismo con que él soportaba ciertas situaciones.  Por lo que respecta a su comportamiento, él no estaba obligado a dar explicaciones sin motivo a nadie, pues en todo momento había procurado y casi conseguido que fuese correcto.
            De más sabía el maestro las causas de estas habladurías: era inclasificable.  En el pueblo las reglas eran muy sencillas, o estás a favor mía o estás en contra mía, o blanco o negro.  Situaciones intermedias, tonos grises, escapan a toda comprensión.  Les era imposible entender que, siendo maestro, no tomase posiciones por uno u otro bando.  Todos los anteriores se habían decantado claramente, pero neutrales, ¡neutrales nunca ha habido aquí!  Bien claro se lo expuso Don Horacio el farmacéutico cuando fue a visitarle a casa.
            -Mire Don Sebastián, en el tiempo que lleva viviendo aquí ha tenido ocasión ya de ver cómo funcionan las cosas.  Nosotros hemos pensado que usted debía inscribirse en el Círculo Republicano.  Ya, ya se que usted tiene una conciencia digamos más crítica que el resto de nosotros.  Pero tenga en cuenta que creemos que somos partidarios de un estricto liberalismo -enseguida se dio cuenta del error que había cometido- ; bueno, el sentido de lo que quería decir es que dentro de unos márgenes admitimos la crítica dentro del Círculo.
            -Ya ve, a mí nunca me atrajo formar parte de nada que pudiera voluntariamente atarme o encubrir una realidad con la que no estoy de acuerdo para, sin quererlo, engañarme.
            -Si, si yo lo entiendo, pero tenga en cuenta que aquí sólo permanecen al margen los ignorantes, los que no saben cómo son y ocurren las mismas cosas en el resto de las ciudades y de los pueblos y eso, permítame el halago, esta a años luz de usted, es más, está en ...  ¿cómo se llama el punto opuesto a otro fijado en la Tierra por una recta imaginaria?
            -Antípodas.
            -Eso, en las antípodas.  Me comprende, ¿no?
            -Perfectamente; pero yo no deseo ser etiquetado.  Tengo el suficiente juicio para admitir personalmente cuando un hecho me parece detestable, cuando plausible y cuando contará con mi apoyo.  No necesito seguir directrices de entidad sin personalidad ninguna.
            El boticario seguía argumentando vagamente, cada vez con menos sentido, como si fuera a venderle una medicina que el maestro supiese que no solamente no la necesitaba, sino que se encontraba en mal estado. Llegó un momento en que le hizo perder la calma al ser imposible seguirle una conversación coherente.  No podía soportar que algo que tenía tan claro y era tan fácil de comprender este hombre, por intereses personales, quisiese hacerle cambiar de ideas, intentando acorralarle con las majaderías que sobre él circulaban.
            "Go to hell!  My pupils can understand me better than you do!", fueron las palabras que le gritó de mala manera al regente de la farmacia.  Sin darse cuenta había cometido el mayor agravio contra Don Horacio, no sólo por invitarle a abandonar la casa en un tono despectivo, sino por dirigirse a él utilizando un idioma que no conocía.  Cuando e boticario dio cuentas al Círculo de su entrevista con el maestro, su mayor preocupación era saber lo que le había dicho a la salida, quizá el mayor insulto recibido jamás.
            Y llegaron las tempestades.  Los aparceros acordaron no acudir a su trabajo hasta que los patronos se sentaran a negociar unas mejoras laborales.  Como el diálogo no llegaba, decidieron declararse en huelga indefinida.  Los terratenientes contaban con que no podrían soportarla muchos sin las pagas semanales.  Dos comerciantes - el de ultramarinos y el carnicero - se comprometieron a fiar a los huelguistas por un tiempo para que no se viesen presionados por el hambre.  Así, éstos, envalentonados, decidieron ocupar el Ayuntamiento.  Fue entonces cuando Elías y Nacario les retiraron los préstamos de alimentos porque la situación se desbordaba.  Las primeras lunas de los escaparates estallaban a pedradas ante las miradas insólitas de los parroquianos del pueblo, que no se lo creían.  Como contramedida, un conato de incendio en el Hogar tuvo que ser apagado a altas horas de la madrugada.
            Fue la Guardia Civil venida desde el pueblo cabeza de partido, quién tuvo que desalojar el Ayuntamiento, con el drama que supone llevarse encadenados e tres de los dirigentes-insurgentes del bar de Juan.  Pero con esto no se resolvieron los problemas, sino que al revés se incrementaron; los cochinos de Anastasio, unos fueron robados y por otros pasó una soga alrededor del pescuezo que, pendiendo de las ramas de las encinas con un cartón escrito “el próximo eres tú”, no hacían sino corroborar que la espiral de violencia desatada en todo el país había llegado al pueblo.
            En los periódicos que llegaban de la ciudad no se hablaba de otra cosa que de la ocupación de las fincas, la movilización del ejército, la quema de las iglesias y el ajuste de cuentas pendientes desde hace mucho tiempo que se estaban llevando a cabo por la comarca.
            Y tuvo que suceder.  Aniceto, uno de los chavales que más alejado vivía del pueblo, llegó jadeando a la puerta de la escuela con los ojos desencajados, la tez mezcla de un pálido propio del horror y las manchas coloradas en sus mejillas debido a la carrera.  Con su portaviandas en las manos temblorosas se dirigió a sus compañeros intercalando jipidos y restregándose los churretones de lágrimas por la cara, aclaró la tardanza de Don Sebastián.
            Allí fueron todos los del primer turno, a la entrada del pueblo, donde acababa una carretera y empezaba otra.  La mayoría salvo Pepe, que recientemente se le había muerto un familiar, era la primera vez que veían un cadáver.  Impresionaba ver al maestro en camisón de dormir, con un abrigo por los hombros, los ojos entrecerrados, como pensativo, tumbado en el borde con la cabeza mal apoyada sobre el mojón que daba nombre al pueblo y un tiro que le atravesaba limpiamente, de arriba a abajo, desde la nuca hasta el mentón.  Si no fuera por la sangre seca que manchaba de rojo su barba gris bien cuidada, diríase que no había pasado nada, que se había quedado allí dormido.  Pero no era así, había sino un asesinato en regla.
            ¿Que de donde partió la idea?  ¿del bar de Juan?,  ¿del Casino?,  ¿del Hogar?  Y qué más da.  Hacía falta una víctima y allí estaba.  Se necesitaba un preludio para los acontecimientos que seguirían después y, quién mejor que este hombre para cumplir ese funesto papel.
            Así acabó el proyecto educativo del maestro, rodeado por sus alumnos gimoteando alrededor de él, con un pequeño muro de piedras a su costado, donde unos cochinos seguían masticando bellotas como el que mastica palabras, sin alterarse.


[escrito en Madrid en los años 80]

lunes, 27 de junio de 2011

El Circular

            Desde que cambiaron el autobús en su línea, nuestro hombre estaba más disgustado, pues se había hecho a la idea de los asientos semi-mullidos.  Ahora, con el plástico, sentía que a sus años no encontraba la postura cómoda y tenía que sentarse y moverse un poco cada cinco o seis paradas hasta engañar el dolor de sus huesos.  El hecho de que el timbre de parada sonase una sola vez le pareció estupendo, pues esos campanillazos seguidos que daban algunos usuarios eran impropios de civilizados conviviendo en la capital.  Además, la altura en que se encontraban los asientos era ahora menor, facilitándole su acceso. 
            Él había llegado a Madrid -si mal no recuerdo- por el año cuarenta y cuatro.  Venía del pueblo con treinta y siete años de campo, labranza y hambre.  Su padre fue quien le disuadió de permanecer allí.  Por su parte hubiera sido incapaz de tomar tamaña decisión.  "Tú, hijo mío, vete a la capital y verás cómo te labras el porvenir", le recomendó su padre al mismo tiempo que le aconsejaba no meterse en nada raro, estar siempre a lo que le mandasen, desconfiar de la minoría y hacer lo que hiciesen los normales.  "Pronto te veremos de regreso en un auto con chofer y serás la envidia de todo el pueblo", fueron las últimas palabras que se le quedaron grabadas de su anciano progenitor.
            Pero Madrid fue su esperanza frustrada.  Jamás montó en un automóvil, ni siquiera de alquiler.  Desde el principio hasta su jubilación estuvo trabajando en la misma empresa -una de seguros-, que cerró cuando él se fue por no contratar otro cobrador de recibos.  A fin de mes él llevaba el salario de manos de su patrón a manos de su patrona en la pensión y sabía que apenas unas pesetas serían para sus gastos personales; el resto de lo que salvaba lo iba metiendo en una hucha de porcelana negra en forma de auto.
            Así fueron pasando los años, envuelto él y su boina en un impermeable azul, recorriendo Bravo Murillo -y todas sus calles perpendiculares y paralelas- desde Cuatro Caminos hasta la Plaza de Castilla, la compañía no daba más de esto.  Aún a sabiendas de la existencia del Metro, él lo utilizó pocas veces.  Lo que gastase en el transporte no se lo incrementarían en el sueldo, prisa por cobrar no levaba, ya que si acababa antes de tiempo lo ocupaban en limpiar la funesta oficina y eso de viajar por donde lo hacían las ratas nunca le entusiasmó.  Además, una vez, cuando bajaba en Alvarado, una lluvia de octavillas le sobrecogió pensando que pudieran confundirlo a él con un subversivo.
            Su padre murió en el cruce, a la entrada del pueblo, en una mañana de diciembre, esperando ver el auto de su hijo.  Él ya había roto la hucha para cambiar - antes de que acabase el plazo de circulación- sus billetes dobladitos y viejos por otros nuevos
            Ahora, nuestro hombre jubilado es feliz.  Nunca tuvo resentimientos de sí mismo porque siempre mantuvo presente su poca habilidad para alcanzar puestos mejores donde su situación social y económica mejorase.  "Si Dios lo ha querido así", era el consuelo más repetido de su resignación cristiana.  Nunca fue muy agraciado físicamente y como hombre decampo chapado a la antigua, sus miras no llegaban más allá de una linde prefijada.  Pues bien, como decía, jubilado y pensionista, ha encontrado sentido a su vida: circular.
            Con los estudiantes sube al autobús en Cuatro Caminos a eso de las cuatro.  Siempre se sienta en el mismo sitio: al lado de la ventanilla de socorro -que, por su ancho, le permite ver mejor- y en el lado derecho.  (Su padre le dijo una vez "Tú, hijo mío, como yo y todos tus antepasados, apolítico y de derechas").  Sin embargo, yo creo que esto de sentarse a la diestra es porque así puede ver mejor la acera y a los transeúntes.  Sin haber estudiado más que primaria sabe cuándo son los exámenes en la Universidad, qué asignaturas son más fuertes e incluso recuerda algún que otro nombre de catedrático.
            Una vez que a pasado Moncloa va leyendo las enormes carteleras de la calle Princesa.  Él nunca va al cine, pues supone el desarrollo de las películas por sus protagonistas, a la vez que se ayuda de los títulos.  Sabe cuáles son las buenas - las que llevan varias semanas sin cambiar - y enseguida intuye si la que acaban de estrenar va a tener éxito o no.  Cuando el autobús gira a la derecha, dejando Plaza de España, mira la estatua del Quijote y se acuerda del ejemplar que no hace mucho tiempo le vendieron a plazos y que, para segur la santa tradición, ni ha leído ni tiene intención de hacerlo, ¡pero y los lomos tan curiosos que tiene ...!
            Al pasar por la Estación del Norte siempre está atento de los reclutas que de improviso llegan a Madrid para dar la sorpresa en casa.  Lo que es a él no le hubiera importado hacer la mili, a fin de cuentas la hacen todos, pero tuvo la suerte de que su padre ahorrase lo suficiente para comprar su exención.
            Cuando giraba por la Glorieta de San Vicente y, recto, atravesaba el Paseo de la Virgen del Puerto, es cuando más disfrutaba; el Campo del Moro, que quedaba a su izquierda -claro, era un infiel-, le parecía majestuoso y siempre se prometía a sí mismo bajarse un día y pasear, sentarse en un banco y dar de comer a las palomas y gorriones.
            Había calculado que él no los vería, pero cuál fue su sorpresa al descubrir un día la cabaña flotante con patitos en un río Manzanares mucho más limpio; le pareció mentira, incluso llegó a imaginar que el Ayuntamiento los había puesto allí, al lado del Puente de Segovia, para que le animaran las tardes.
            El Viaducto no le gusta; una vez oyó contar al que estaba sentado detrás suya, decirle a su compañera el número de personas que se habían suicidado arrojándose a las Vistillas.  Era de entender, supuso él, que no fueron capaces de encontrar algo que es llenase, que les ilusionase su existencia, ¡con lo fácil que él había dado con su ruta!
            Al subir por la Ronda de Segovia, con el autobús renqueando, podía apuntar mentalmente los precios de las fruterías y después los comparaba con los establecimientos de la calle Francisco Silvela.  Le divertía calcular las diferencias entre un barrio y otro que, a veces, hasta se duplicaban.  No alcanzaba a comprender cómo las señoras de la compra no se daban cuenta del bailar de cifras entre comprar allí o aquí.  ¿Acaso porque un barrio fuese más sucio que otro, o porque una tienda estuviese mejor iluminada?
            En la Puerta de Toledo el autobús, ya repuesto de la empinada subida, recogía a los primeros niños salidos de la escuela.  Ver a los críos charlar, pelearse, comentar, silbar, insultarse, cantar, con sus uniformes tristes debajo de sus abrigos multicolores, le rejuvenecía.  Si bien nunca me dijo el mes que cumplía, yo he calculado, por la edad que tenía cuando vino, que sus setenta y ocho -setenta y nueve años no se los quitaba nadie.  Con esas primaveras encima se echan en falta unos nietos y si ciertamente un chavalillo tímido había hecho amistad con él, ya que le guardaba siempre que podía un asiento, desde que éste dejó de aparecer-téngase en cuenta que desde su jubilación había pasado tiempo suficiente como para que su infantil amigo estuviese en segundo de Carrera-, nuestro hombre echaba en falta a alguien mientras atravesaba la Ronda de Toledo y la de Atocha.
            Pero todo se disipaba en cuanto llegaba el momento cumbre del trayecto: "el escalextric".  Jamás había subido tan alto.  Por segundos disfrutaba Madrid visto desde las alturas.  Se imaginaba que era más amplio que lo que su vista pudiese alcanzar, pero esto le bastaba.  La sensación de grandeza que le producía ver desde arriba los hombres pequeños, la Estación de Atocha hundida, las casas en la lejanía como de cartón, el cielo grisáceo, era tal, que soñaba despierto haber pagado un viaje por la "montaña rusa" de un parque de atracciones.
            Era por el Paseo Reina Cristina -al subirse los primeros trabajadores de la tarde-, cuando más atento estaba a los comentarios de actualidad.  Nunca compró un periódico porque para leer los titulares le bastaba con lo que oía en el autobús.  Si ETA había cometido un asesinato no le importaba a quién.  Él sabía que equipo iba en cabeza de la Liga de Fútbol, que los yanquis eran unos imperialistas, que la OTAN era mala, que casi entramos en el Mercado Común pero que nos engañan, que el PSOE hace lo que puede y lo que hace bien hecho está, que son unos traidores a la Clase Obrera ...  Así, con estos latiguillos y frases hechas perfilaba su pensamiento, su ideología y la de los demás.  En su recuerdo quedaron las pintadas, manifestaciones y algarabías de la transición vistas desde la ventanilla de un autobús. Sin quererlo sabía siglas y siglas, que aunque no significasen nada para él, había retenido en su memoria.
            Cuando pasaba por la Plaza Mariano de Cavia siempre se fijaba en las alas de las aves de la fuente.  Al moverse le recordaban los primeros juguetes mecánicos de los hijos de los ricos del pueblo que tanto envidió. Hubo una época, atravesando la calle Menéndez Pelayo, en la que se cruzaba una rápida mirada con una niña enferma del Hospital del Niño Jesús, siempre aposentada en la misma ventana.  Esto duró cuestión de meses.  Cuando dejó de verla no le dio mayor importancia, estaba acostumbrado no solamente a ciertos cambios en el mobiliario urbano (papeleras, farolas, semáforos, paradas de autobuses ...), sino también a la movilidad de las personas.
            Siguió días a días la construcción de Torre España, que se le presentaba en la confluencia de O`Donell con Narváez, y si no la había distinguido bien, volvía a contemplarla doblando de Jorge Juan a Doctor Esquerdo.  Apenas veía televisión, con contemplar la altura de la torre se conformaba.  Por cierto, ahora que pasa el autobús por la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, recuerdo la nostalgia que sentía por su padre y el auto con chofer al dejar a un lado el edificio de donde salen los billetes y las monedas.
            En la Plaza de Manuel Becerra, al pasar por la Iglesia de Nuestra Señora de Covadonga, muy disimuladamente nuestro pensionista se santiguaba.  No iba a misa porque no consideraba otra iglesia que la de su pueblo, pero se sentía religioso.  Era este, Francisco Silvela, el tramo que menos le gustaba de su viaje.  La gente caminaba más deprisa, los ruidos aumentaban y apenas podía fijarse en los escaparates ya que, al ser las paradas más distanciadas, el autobús tomaba más velocidad.  Entonces apartaba la vista de la ventanilla -lo cuál le permitía relajar los músculos del cuello- y estaba más atento a las personas que subían y bajaban.  Llegó a la conclusión de que la moda era también circular.  Lo que antaño vestía su tía soltera en su época era la vanguardia de las más atrevidas de hoy en día.  Dióse cuenta de que se perdían las buenas costumbres, que cada vez se cedían menos asientos, que molestaban más a la hora de apearse y que ya no se preguntaba ¿va usted a bajarse en la próxima? sino que se empujaba.  Esto de las peleas le ponía intranquilo y huidizo, sobre todo si era con los conductores, a quienes él conocía pero no a la inversa, ya que nunca cruzó una palabra con ninguno de ellos.  Si él fuera el dueño de la empresa de autobuses pondría una cabina de separación, me comentó nuestro hombre una vez.  Al conductor no se le debe ni hablar ni distraer, tiene la obligación de circular.  Así se señalaba, junto a las demás prohibiciones, en las normas impresas situadas en el cristal detrás del respaldo del conductor.  La confianza que el jubilado depositaba en el empleado de la EMT era la misma que si fuera su chofer particular, al cual no tiene que decirle nada, ni siquiera el trayecto o ruta que desea, porque de antemano lo sabe.  El chofer solo establece contacto visual a través del espejo retrovisor o cuando abre la puerta al bajarse.
            Llegando a Joaquín Costa podía ver las casas de un barrio al que no le hubiese importado pertenecer.  Observaba las de dos y tres plantas, con su jardincito y su garaje incluido, y la memoria siempre le retrotraía a sus primeros años en Madrid.  Ahora el viaje estaba próximo a concluir.  Al subir por Raimundo Fernández Villaverde es cuando se daba cuenta que pronto, en Cuatro Caminos, tendría que bajarse y andar un poquito hasta llegar a su pensión.  Se levantaba del asiento con el autobús detenido en la glorieta, pues hacía una arada un poco más prolongada que las demás.  Antes sacaba el Bono-bús -se negó a comprar los billetes de viejo- para cerciorarse no solamente de que hubiese picado, sino de que estuviese impreso pues, desde que salieron las tarjetas de cartón, las guardaba, y en sus ratos muertos las repasaba llevando su contabilidad y pudiendo observar cuando había faltado a su cita diaria con el Circular por cuestión de enfermedad.  La hora y media u hora y tres cuartos que llevaba sentado en la misma postura le hacía descender cautelosamente y con pausa, no fuera atener un accidente.
            Este es el personaje y su autobús: el Circular.  Circular era su vida, su consigna; salida y llegada, inicio y final tenían que coincidir.  A diario daba la vuelta completa al mismo recorrido.  Por eso ahora es feliz, porque ya no anda ni camina, circula.  Sabe que su chofer del uniforme azul no va a errar en su ruta, que es imposible que se pierda por un Madrid cada día más grande e inhóspito, que le va a dejar en el mismo sitio que le recogió y, para este hombre, al igual que para muchos otros que temen verse en situaciones nuevas y desconocidas, esto es seguridad.  Pensando en ellos inventaron los Circulares, para que subiesen y bajasen, todos los días, todos los ciclos, en el mismo sitio, como cuando de pequeños montaron por primera vez en un tiovivo y no querían parar de dar siempre la misma vuelta.


[escrito en Madrid en los años 80. Fue premio distrito de Chamartín del Ayuntamiento de Madrid]