jueves, 30 de octubre de 2014

Imago

"Frecuenté bares"
Fui hijo único de padres ya mayores y, por lo tanto, el centro de sus atenciones y desvelos.

Desde mi tierna adolescencia, mis sueños se vieron invadidos por la imagen de una mujer perfecta, de una princesa, a la cual amaría siempre y, a cambio, ella me llenaría de goces y deleites.

Estudiante mediocre, de vida pausada, culminé mis estudios de Económicas sin demasiado interés ni brillantez en sus resultados y, pronto, obtuve un trabajo medio en el Departamento de Relaciones Humanas de una gran empresa.

Mientras, intenté encontrar en la vida ese sueño adorado, pero quizás mi timidez, mi escasa galanura en el vestir, mi relativa imperfección física o, quizás, mis exigencias impidieron que tal imagen se transformarse en algo más real, de carne y hueso; sin embargo, en mis noches de insomnio, el rostro de la amada fue adquiriendo consistencia, formas, límites y detalles.

Mi existencia transcurrió entre tanto sin grandes sobresaltos, en una rotunda monotonía. Quizás llegué a atisbar en mis ya ancianos padres la preocupación por no disponer de nietos que entretuviesen sus maduros ocios, pero nunca se quejaron abiertamente, ni expresaron una protesta ante la que ya parecía una soltería inevitable.

Con la muerte del padre, acuciado por el tiempo y presionado, sin duda, por los silencios terribles de mi madre, intenté salir o emparejarme con varias compañeras de trabajo y retomé el contacto con alguna conocida de la Universidad, pero aquello no cuajó, sin que supiera muy bien a qué atribuir tal fracaso.

De todas formas, yo ya poseía la mujer ansiada, pues su rostro, su cuerpo, sus formas e, incluso, sus ideas venían a mi cama todas las noches y, cada vez, comprendía mejor sus sentimientos, me sentía más a gusto a su lado y veía casi imposible encontrar a otra igual entre mi entorno.
Ascendí, más por antigüedad que por méritos, en la empresa y seguí viviendo plácidamente con mi madre, hasta que la Parca me la arrebató una tarde de verano.

Ese día, ante el espejo, el cristal me devolvió el rostro de un señor canoso, con ojos miopes, con arrugas y algo de tripa, prematuramente envejecido y cabizbajo.

Como respuesta a tal estado, salí por las calles, frecuenté bares, tabernas y clubes; incluso, reinicié el contacto con compañeras de juventud en vagas reuniones de antiguos alumnos y asociaciones con propósito incierto o con más imprecisos objetivos intelectuales.

Pero, una y otra vez, las mujeres con las que salí a cenar, al cine o, incluso, a ejecutar partidas de sexo tedioso e inconstante, me parecieron de escaso valor, aburridas y de limitada belleza; muy alejadas, en cualquiera de sus cualidades o rasgos, de las ilimitadas dotes de las que disponía aquélla, la mía, la que yo gozaba todas las noches en la alcoba de la inmensa casa solitaria que mis padres me habían dejado por herencia.

Al final, abandoné todo fútil esfuerzo por relacionarme y rechacé (a pesar, confieso, de que algunas persistieron en su intento) toda posibilidad de consolidar cualquier femenino contacto.

Prejubilado, sentí un gran alivio, al no tener que lidiar con tanta frecuencia con unos seres, los humanos, cuya falta de sustancia me parecía evidente y cuya inconsistencia y vanidad detestaba.

Yo era feliz, pues me bastaba invocar la imagen de ella, la de siempre, la mujer perfecta que el destino me había entregado hasta la muerte y con la cual repetía, noche tras noche, encuentros de amor sin cansancio.

Ahora bien, en mis más profundos pensamientos, no dejaba de anotar el pequeño problema de que mi amada sólo era una sombra, sin corporeidad y, a veces, sentía la congoja de no poder sentir su piel, ni acariciar sus cabellos o tocar, levemente, su inmarcesible cuerpo.

Para completar ese nimio detalle y, dado que, ahora, disponía de todo el tiempo del mundo, decidí pasear por mi ciudad, recorriendo calles, plazas, parques, mercados y cualquier otro lugar donde concurriera el público.

Pensaba, en estos largos y reflexivos paseos, que me bastaría sólo con atisbar su rostro entre la multitud para reconocerla y pedirla, humildemente, que se fuera conmigo a casa, a nuestro hogar y compartiera conmigo todos los instantes.

Un día de septiembre, el informativo de la Policía de la ciudad X recogió el extraño incidente de un robo en una tienda de ropa, sita en una de las calles más céntricas de la localidad; al parecer, alguien había entrado en la misma, rompiendo la vitrina expositora.

Sorprendentemente, a la hora de la denuncia, los dueños del establecimiento sólo detectaron la pérdida de un maniquí femenino que mostraba sus vestidos y encantos a los viandantes desde el escaparate exterior del comercio.

DOMINGO CARBAJO VASCO


Madrid, 25 de octubre de 2014.

No hay comentarios: