lunes, 16 de septiembre de 2013

Salvemos el libro de texto



Zona juvenil de la biblioteca
Todos los años por estas fechas, de forma recurrente, se inician campañas bienintencionadas de apoyo al intercambio de libros de texto, como si éste fuese un gasto innecesario, casi inmoral, que es preciso erradicar de las economías domésticas. Este año ha sido el PSOE el que ha ofrecido sus Casas del Pueblo para tan noble iniciativa. Las televisiones se suman al festín y ofrecen estos días su cobertura mediática, y todo el mundo asiente desde su sofá, con la conciencia tranquila, cuando emiten la noticia de que una asociación de madres y padres de aquí o allá organiza el reciclado de libros de cursos pasados.

En el fondo subyace la idea, tan perversa como arraigada, de que el libro de texto es un material caro, obligado y abusivo, contra el que es necesario una rebelión ciudadana. Las editoriales, en esta simplona visión del mundo, representan lo peor del capitalismo salvaje: despiadadas organizaciones sin escrúpulos que imponen cambios innecesarios en los materiales para aumentar cada año sus ventas y que buscan, con la coartada de la educación, el lucro a costa de los indefensos padres de familia. El agravio se consuma y las ideas se consolidan cuando cada padre, llegado septiembre, debe abonar una media de 200 euros por hijo en material educativo. ¡Y sin financiación, como un móvil o unas vacaciones!

Los clásicos Austral de toda la vida
El amor a los libros se enseña desde pequeñito
Con prejuicios tan enquistados se hace muy difícil defender al libro de texto. Pero esta realidad puede verse desde ángulos bien diferentes. Un servidor lleva ocho años trabajando en el mundo editorial y otros tantos en la educación. Conozco de primera mano las cuantiosas inversiones que las editoriales han hecho y hacen para renovar sus materiales y mejorar la calidad de la enseñanza: hablo de libros de texto digitales, de investigación en innovaciones pedagógicas (aportaciones de las neurociencias a enseñanza, aplicación de rutinas de pensamiento, aprendizaje basado en problemas, aprendizaje por competencias…), y equipos numerosos de especialistas, pedagogos, asesores, correctores...

Sí, la realidad es que el libro de texto es un material caro, sensible, con un complicado y costoso sistema de producción, en el que intervienen miles de profesionales de la enseñanza y de la edición (que da de comer a muchas familias: libreros, comerciales, distribuidores…) y que pretende llegar a ese terreno de la innovación educativa que el sector público ni puede ni quiere asumir.

Todo esto, claro, con España en un lugar sonrojante en los informes de la OCDE, con un 20% de alumnos incompententes en comprensión lectora o matemáticas y ciencias, y con unas tasas de abandono escolar en torno al 25%...

Sí, la realidad puede ser otra bien distinta. Por ejemplo, que las editoriales han invertido ingentes cantidades en libros digitales que no obtendrán retorno porque la administración ha frenado la digitalización de las aulas por falta de recursos. Por no decir que hay comunidades autónomas que, en la demonización del libro de texto, han implantado sistemas de gratuidad que han depreciado el valor de los libros y han minado al sector editorial y llevado a la ruina y al cierre a muchas editoriales educativas. Sistema de gratuidad, dicho sea de paso, que cercenan la relación que el niño establece con los libros (pues lo convierte prácticamente en un producto desechable, de usar y devolver) y, en el caso de los libros de ficción, menoscaba ese anhelo y ese derecho por el que suspiraban los intelectuales ilustrados: que cada persona pudiese crear su biblioteca personal.

Si a este cúmulo de adversidades se le suma la crisis y la inevitable reducción del gasto en las familias nos queda un panorama desolador y un sector tocado del ala.

Altos y bajos espíritus


Tal vez sea preciso recordar obviedades: la editoriales persiguen un legítimo beneficio empresarial, pero en su naturaleza y finalidad está la mejora de la calidad de enseñanza, un objetivo que no merecería ese generalizado desprecio social. El libro de texto es cultura, en su senido cabal, y este es el mensaje que no consigue llegar a la sociedad. Nadie ve las editoriales educativas como I+D.

Admitamos que reciclar libros de texto es bueno y que supone un ahorro para las familias, pero llevemos este argumento hasta el límite y valoremos hasta qué punto las buenas intenciones pueden tener consecuencias negativas: intercambiemos ropa hasta que cierren las tiendas de Zara, viajemos a la casa del pueblo de los abuelos y hundamos el turismo, comamos en el trabajo y acabemos con la hostelería, usemos el teléfono fijo y no el móvil, cambiemos las películas de vídeo y dejemos de ir al cine y al teatro… En fin, creemos una idílica sociedad de trueque y de buenos salvajes y condenemos el consumo como causa de todos los males.

Al fondo, una caja de tipos móviles o componedora o caballete


¡Mira que hay cosas en las que ahorrar antes que en la cultura y la educación! Nadie se escandaliza (al menos no se organizan campañas en contra) por el precio de un abono de fútbol, ni por las facturas del móvil ni el coste de un terminal, ni por el precio de la ropa de marca (ésa que llevan los chicos cuyas familias recelan en comprar libros), ni por la suscripción a una televisión de pago, ni por el plazo de un coche, ni por la cuenta de una cena en un restaurante… No, lo caro, lo inmoral y abusivo es el precio de los libros de texto que pretenden ayudar a que cada hijo de vecino sea un ciudadano formado, crítico y competente.

Mientras ésa sea nuestra escala de valores no es de extrañar que estemos en el furgón de cola de los informes PISA sobre calidad educativa y que el libro de texto sea, cada vez que se inicia la cacería del nuevo curso, una pieza para abatir a la que se apuntan, sin pensarlo dos veces, todos los ciudadanos de buena fe.

JOSÉ ANTONIO FRANCÉS

Editor de Filosofía y Lengua castellana y Literatura (Barcelona)



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