-Hasta aquí podemos llegar, el resto lo tendrá que hacer usted en un carromato. Me imagino que habrán avisado en el pueblo.
-De acuerdo. Ayúdeme a bajar estas cajas, por favor.
El auto dio marcha atrás un buen trecho hasta encontrar un recoveco donde, después de unas cuantas maniobras, pudo cambiar el sentido y regresar. "¡Buena suerte!", fue la despedida del chofer de ese automóvil con matrícula del Ministerio de Instrucción Pública.
Sentado sobre una de las cajas, Sebastián Villanueva estaba aturdido por el cambio tan brusco que le suponía estar ahora tan tranquilo y sosegado cuando poco antes no sentía otra cosa que los bruscos saltos en el asiento del coche cada vez que las ruedas se introducían en un bache. El paisaje era francamente maravilloso. Esas colinas al fondo con matorrales y calvas de piedra, espejos de sol; los chopos de la vereda, inmóviles e inhiestos, sólo balanceaban sus ramas cuando un pajarillo saltaba de un lado a otro. Aquí un campo de labranza, allí uno de crianza. Los diferenciaba el color y el cerco. El primero, amarillo y desvaído como si la calor le hubiese comido su dorado, no tenía vallas ni esa pequeña muralla de piedras con que contaba el recinto verdimarrón de encinas donde unos cochinos masticaban bellotas, sin alterarse lo más mínimo por su presencia.
Le habían dejado a unos dos kilómetros del pueblo, donde la carretera de gravilla acababa y empezaba ese camino tortuoso de tierra y piedra por el cual era casi imposible que un coche avanzase sin destrozar las ballestas. "Es gracioso -pensó mientras liaba un cigarrillo- que esté yo aquí aguardando en esta frontera artificial, límite entre la civilización urbana y la del campo, donde no existe otro trámite aduanero que el cambio de la tracción mecánica por la animal".
-¡Eh!, ¿es usted el nuevo maestro?, preguntó impacientemente el hombre sentado en el pescante del carro antes de que Sebastián pudiese apreciar su rostro -con las mano a modo de parasol a la altura de las cejas- , para distinguirle en la ceguedad que produce el sol de frente.
Cuando llegó al mojón donde una piedra encalada y con letras negras indicaba el nombre del pueblo, el hombre del carro saltó con agilidad y a la vez con la parsimonia del que está acostumbrado a hacerlo con frecuencia.
-Me llamo Anastasio y soy el alcalde, vengo a recogerle. En cuantito recibí la llamada de Diputación, apareé la mula y me encaminé "pacá"
Mientras le daba la mano pudo notar que la tersura de su palma no correspondía con la rudeza de un hombre que se emplea a fondo con las herramientas de labrar la tierra, pero tampoco tenía la suavidad suficiente que obsequia el trabajo administrativo de un organismo como el Ayuntamiento, donde sólo se emplean para firmar actas y dictar bandos.
-Oiga, cómo pesan estas cajas; espere, espere que puedo hacerlo yo solo.
-Son libros. Los necesito para dar clases y, por otro lado, son mis acompañantes. Por favor, tenga cuidado, no vuelque la maleta.
-¿Y todo esto va usted a enseñar?
-No, la mayoría son libros de literatura e historia para mi consulta.
-¡Ah!, porque el anterior maestro sólo explicaba la Enciclopedia cili, ciclo...
-Cíclico-Pedagógica.
-Sí, eso es. Parece mentira que se hayan publicado tantos libros ¿verdad? Eso es lo que hace falta, que lean, que lean. Que se enteren que hay más que este pueblo y que esta España.
Mientras la mula tiraba del carro y poco a poco recorrían el camino, Anastasio no paró de hablar. Al maestro le pareció franco y la impresión que le causó es que tenía ya en él el primer punto de apoyo para un difícil labor educativa donde, en la sociedad cerrada de un pueblo serrano, el trato con los padres podía ser más laborioso que con los alumnos. Tenía por delante un campo experimental idóneo donde poner a prueba la nueva pedagogía que había estudiado en Londres tras obtener su licenciatura como maestro. Los nuevos métodos de enseñanza eran, sin duda, de más costosa aplicación que los antiguos. Exigían calma, templanza y buenas maneras, pero lo más importante era que los padres colaborasen, que el hogar fuese la primera escuela. Su misión principal era despertar ese letargo que padecía la enseñanza rural, donde se mandaba a los niños al colegio como el que los manda a por agua del pozo, o a hacer la primera comunión, o las labores del campo. Porque mando yo y basta.
Llegando a la plaza, Anastasio se apeó del carro y, con la mano, le señalaba su nueva casa, la casa del maestro. "Quiero ver primero la escuela", le dijo amablemente Sebastián al mismo tiempo que una pequeña inclinación de la cabeza daba a entender que aprobaba la vivienda que le correspondía como titular de la enseñanza.
-Bueno, verá, es que ocurre lo siguiente, había dinero y yo propuse que la arreglasen, pero los del Círculo Católico exigieron que se les renovase los techos de su local, que se venían abajo, y ... ya entiende ... que bueno, que a la escuela le hace falta todavía unos pequeños arreglitos de nada, pero yo le prometo que antes de que comience el curso los tendrá.
Mientras se dirigía camino del colegio, Sebastián se sentía diana de todas las dianas. De reojo, podía ver que le espiaban tras los visillos de las ventanas, que los viejos cuchicheaban sobre él, que un corro de niños le señalaba.
La escuela se encontraba en la parte baja del pueblo, cerca de un arroyo -por llamarlo de alguna manera- y, medio destartalada, daba la impresión de una estación de ferrocarril que hubiese sido abandonada porque cortaron el tráfico de trenes hace lustros. Una mampostería de azulejos en el frontal indicaba claramente las dos aulas con que contaba: NIÑOS y NIÑAS: esta última en peor estado que la primera. Las banquetas de los pupitres corridos se amontonaban al fondo cubiertas por unas lonas. El estrado del profesor, sobre una tarima de madera, parecía más nuevo que la mesa cuyos cajones no encajaban. En la esquina, una chimenea, y, sobre la misma, un estante agujereado servía de soporte a varas de enebro con distinto diámetro, dependiendo del castigo corporal a aplicar. El mapa y el crucifijo, las manchas de tinta y el borrador de la pizarra. Nada extraño, salvo un armario con varias perchas donde aún quedaban cuadernos de caligrafía sin utilizar, podían llamar su atención.
Instalado en la Casa del Maestro se sentía feliz. Un gran balcón cerrado por un ventanal era el sitio idóneo para aprovechar los rayos de luz desde que comenzaba el día y dedicarse a la lectura.
Amablemente había rehusado el ofrecimiento de Juana, una mujer con las manos más blancas que hubiese visto jamás, le hiciese para gobernar la casa. Sabía cocinar, no muy bien, pero lo que más necesitaba ahora era la independencia que concede la soledad. Al final se arregló para que ella pasara dos veces por semana, una para limpiar y otra para lavar la ropa. Su única distracción puertas afuera eran los paseos al atardecer por los alrededores del pueblo y esas visitas inesperadas que hacía a la escuela para seguir los arreglos de la misma. En cuestión de un mes, el aula de NIÑOS tenía otra imagen; blanqueados los techos, repuestos los vidrios rotos, limpiada la chimenea, se volvía habitable. Sin embargo, el aula de las infantas no la habían tocado. Esto dio lugar al primer roce que tuvo con el párroco al enterarse que, apoyado por el Círculo Católico, el cura se negaba tajantemente a que las niñas diesen clase hasta que mandasen una profesora al pueblo. Así llevaban esperando más de tres años y ninguna maestra accedía a ocupar la plaza vacante en esta sierra.
Se dirigió a la sacristía de la Iglesia para hablar con Don Julián, pero éste se negó a recibirlo excusándose a través de un monaguillo, que tenía muchas cosas que hacer. De más sabía el maestro los comentarios desfavorables hacia su persona por no haber pisado la casa de oración, con otro fin que no fuera interesarse por las tallas de los santos, el órgano, los cuadros y el retablo mayor.
Anastasio no estaba en el Ayuntamiento y fue a verle a la alquería, donde arreglaba unos asuntos con su mayoral.
-Pase, pase, está usted en su casa. ¿Qué le trae por aquí?
-Me parece inconcebible que las niñas no acudan a la escuela junto con los niños. Ahora tienen la oportunidad de hacerlo y no se puede desaprovechar. Soy de la opinión de tirar el tabique que separa las aulas y hacer un única conjunta.
-Mire yo ... en este asunto ni entro ni salgo, creo que se deben dejar las cosas como están. Siempre han existido dos aulas y, como usted comprenderá, la educación ara unos y para otras nunca ha sido igual.
-¡Ah, si! ¿se enseñaba a sumar de forma distinta dependiendo del sexo?
-No, ni mucho menos, pero la maestra que hubo aquí, bueno ..., que las niñas requieren una educación, llamémosle especial, más ..., más centrada en las labores de casa, eso es. Las mujeres hay que prepararlas para otros menesteres. Usted ya e entiende.
-¿Cuáles?
-Cuales va a ser, el sueño de toda mujer, casarse ¿no? Eso es la opinión de la mayoría de los del pueblo, que a fin de cuenta es la que vale.
Los últimos escarceos del verano daban paso a las primeras hojas de otoño. Nuestro maestro se impacientaba por comenzar su trabajo y, no es que hubiese perdido el tiempo, no. Conocía ya a las principales figuras de este pueblo, falso en su unidad, pues era una fiel muestra de las tensiones sociales y políticas que vivía el país en la década de los treinta. La pequeña burguesía agrícola y ganadera cerraba filas en pro de una monarquía conservadora y tradicional en el Círculo Católico. Frente a éste, el otro círculo, el Republicano, donde el boticario, el municipal y unos cuantos comerciantes se erigían en representantes del anticlericalismo más cerril. Y, para colmo, el bar de Juan, donde una docena de aparceros se reunían para maldecir a ambos.
No alcanzaba a comprender cómo había llegado hasta aquí el odio y la mezquindad de la raza humana. Si todos se conocían, ¿por qué nadie entre ellos practicaba el diálogo? Cierto que las circunstancias eran propicias para que se generase esa violencia ambiental que, aunque todavía estaba en potencia, el día menos pensado se convertiría en acto. Por eso el maestro tomó la decisión de evitar tomar partido por nadie, ya que no quería ser causa de disputa y todavía se arrepentía de haber tenido problemas con el párroco. Se daba cuenta de que le respetaban por sus conocimientos y esto era muy importante. Además, por su parte, él pertenecía a tierra de nadie y no consideraba sus ideales tan determinados como para circunscribirse o apoyar o atacar a algo o a alguien por sistema.
Había rechazado concienzudamente dos invitaciones a una cena dominical que celebrase la apertura de la escuela. Una la daban en el Hogar, local donde se reunían los del Círculo Católico, y otra en el Casino, centro de encuentro de los republicanos. No supo de quién partió primero la idea, ni quién la plagió después, pero ambos querían implícitamente comprometerle , darle una oportunidad para que se definiese, cosa muy alejada de sus propósitos, que no eran otros que enseñar a los que no supiesen y aprender lo que le fuese desconocido.
El día que se abrió la escuela, primeros de octubre, se presentaron no más de veintidós chavales. Él ya conocía cuanta era la población en edad escolar porque Anastasio le había confeccionado una lista y, entre los que habitaban en el pueblo y los de las casas de la sierra, sumaban setenta y ocho; quitando a las niñas, cincuenta y seis. No era muy halagador inaugurar un curso así, pero el éxito dependía única y exclusivamente de él.
Los chavales, todos sentados, hieráticamente, con su mirada indagaban al profesor. Le conocían de sobra pero verle ahora sobre el estrado, entre las cuatro paredes, cambiaba completamente. Nadie abrió la boca hasta que fueron preguntados uno por uno cómo se llamaban y donde vivían, así como si habían asistido antes a la escuela, si sabían leer, escribir y otras cosas. Desde el más pequeño, Manolo, que apenas contaba siete inquietos años, hasta Rafa, con una barba el proyecto a sus quince años, existía toda una gama de edades y conocimientos.
"Hace frío ¿verdad? ¿por qué no salís un momento y buscáis algo de leña para la chimenea?", les dijo a los críos. Antes que hubiese pensado a quién le iba a encomendar esta misión, todos en tropel corrieron afuera a por trozos de madera. Según llegaban, la amontonaban al lado de la chimenea. Cuando de nuevo estuvieron todos sentados, él se acercó a las varas de enebro para el castigo físico, alineadas paralelamente por su grosor, y una a una las fue astillando para encender el fuego. No hubiese deseado en ese momento otra cosa en este mundo que poder oír los comentarios de sus alumnos.
Los dividió en tres grupos y a cada uno les daba tres horas de clase. Empezaba a primera hora de la mañana con los mayores y terminaba con los más pequeños, así estos últimos podían estar más descansados cuando llegaban a clase. Por supuesto, los grupos no eran homogéneos y cuanto más edad tenían más complicada se le mostraba la enseñanza. "Son como la arcilla, a medida que pasa el tiempo y se seca, más cuesta moldearla", pensaba. Tenían una aprehensión desmesurada a las pocas palabras o consejos que recibían de sus padres. Grabadas a fuego, era difícil hacerles discernir entre si dichas sentencias eran positivas o negativas para ellos. Sus padres eran sus dueños, todavía muchos les trataban de Señor y querer cambiar esta relación, mantenida quizás durante siglos, se le hacía cada vez más complicado. No obstante, había notado minúsculos avances al transcurrir los meses. Se volcaba más con los que mostraban mayor interés e incluso había llegado a prestar dos de sus libros, elegidos con sumo cuidado para evitar malentendidos, a un alumno de nivel intermedio.
Empezaba a tomar las riendas de la escuela; se incorporaron siete más, aunque uno abandonó hace ya tiempo la asistencia. Este fue un caso gracioso. Un día se le presentó y, frente a frente, le espetó: "¡No pienso volver más por aquí! ". Callado, el profesor no le pidió ninguna explicación y esperó a que continuara hablando. "Si antes venía era porque el anterior maestro en cuanto se enteraba que hacía novillos me ponía de rodillas y en las palmas de las manos me sacudía hasta que se cansaba", fue su argumento. Se presentó su padre y, a primera vista, parecía tener tan pocas luces como su hijo, o incluso un poco más bruto si esto cabe. Tras discutir con él el poco tiempo que pudo mantener una conversación, le convenció de que su hijo había ya aprendido lo suficiente y no era necesario que continuase en la escuela. Así de contentos se fueron los dos, que a la semana siguiente recibió un queso de regalo.
Sin embargo, no todo era sembrar y recoger la cosecha. Había algo que le preocupaba y mucho. Existía una relación inversamente proporcional entre sus alumnos y los del pueblo según avanzaban los meses. Cuanto más compenetraba con ellos, más aislado se sentía de los habitantes. Juana, cada vez que aparecía por casa parecía una confidente: "Porque se dice que usted los domingos ni va a misa ni va al Casino, que es más raro que un perro verde, la mujer de Jeremías, la Concha, esa que es tan gorda, le oí decir que usted era masón, porque usted no es masón ¿verdad?, que mete ideas muy raras en los chiquillos, que lee más de la cuenta, que ...".
Empezaba a inquietarle la idea que en torno a su persona empezaba a formarse en el pueblo. Al principio no le importó mucho, lo raro hubiera sido lo contrario, pero la bola de nieve no paraba, sino que adquiría mayor tamaño. Es más, tenía un aspecto demasiado hiriente para el estoicismo con que él soportaba ciertas situaciones. Por lo que respecta a su comportamiento, él no estaba obligado a dar explicaciones sin motivo a nadie, pues en todo momento había procurado y casi conseguido que fuese correcto.
De más sabía el maestro las causas de estas habladurías: era inclasificable. En el pueblo las reglas eran muy sencillas, o estás a favor mía o estás en contra mía, o blanco o negro. Situaciones intermedias, tonos grises, escapan a toda comprensión. Les era imposible entender que, siendo maestro, no tomase posiciones por uno u otro bando. Todos los anteriores se habían decantado claramente, pero neutrales, ¡neutrales nunca ha habido aquí! Bien claro se lo expuso Don Horacio el farmacéutico cuando fue a visitarle a casa.
-Mire Don Sebastián, en el tiempo que lleva viviendo aquí ha tenido ocasión ya de ver cómo funcionan las cosas. Nosotros hemos pensado que usted debía inscribirse en el Círculo Republicano. Ya, ya se que usted tiene una conciencia digamos más crítica que el resto de nosotros. Pero tenga en cuenta que creemos que somos partidarios de un estricto liberalismo -enseguida se dio cuenta del error que había cometido- ; bueno, el sentido de lo que quería decir es que dentro de unos márgenes admitimos la crítica dentro del Círculo.
-Ya ve, a mí nunca me atrajo formar parte de nada que pudiera voluntariamente atarme o encubrir una realidad con la que no estoy de acuerdo para, sin quererlo, engañarme.
-Si, si yo lo entiendo, pero tenga en cuenta que aquí sólo permanecen al margen los ignorantes, los que no saben cómo son y ocurren las mismas cosas en el resto de las ciudades y de los pueblos y eso, permítame el halago, esta a años luz de usted, es más, está en ... ¿cómo se llama el punto opuesto a otro fijado en la Tierra por una recta imaginaria?
-Antípodas.
-Eso, en las antípodas. Me comprende, ¿no?
-Perfectamente; pero yo no deseo ser etiquetado. Tengo el suficiente juicio para admitir personalmente cuando un hecho me parece detestable, cuando plausible y cuando contará con mi apoyo. No necesito seguir directrices de entidad sin personalidad ninguna.
El boticario seguía argumentando vagamente, cada vez con menos sentido, como si fuera a venderle una medicina que el maestro supiese que no solamente no la necesitaba, sino que se encontraba en mal estado. Llegó un momento en que le hizo perder la calma al ser imposible seguirle una conversación coherente. No podía soportar que algo que tenía tan claro y era tan fácil de comprender este hombre, por intereses personales, quisiese hacerle cambiar de ideas, intentando acorralarle con las majaderías que sobre él circulaban.
"Go to hell! My pupils can understand me better than you do!", fueron las palabras que le gritó de mala manera al regente de la farmacia. Sin darse cuenta había cometido el mayor agravio contra Don Horacio, no sólo por invitarle a abandonar la casa en un tono despectivo, sino por dirigirse a él utilizando un idioma que no conocía. Cuando e boticario dio cuentas al Círculo de su entrevista con el maestro, su mayor preocupación era saber lo que le había dicho a la salida, quizá el mayor insulto recibido jamás.
Y llegaron las tempestades. Los aparceros acordaron no acudir a su trabajo hasta que los patronos se sentaran a negociar unas mejoras laborales. Como el diálogo no llegaba, decidieron declararse en huelga indefinida. Los terratenientes contaban con que no podrían soportarla muchos sin las pagas semanales. Dos comerciantes - el de ultramarinos y el carnicero - se comprometieron a fiar a los huelguistas por un tiempo para que no se viesen presionados por el hambre. Así, éstos, envalentonados, decidieron ocupar el Ayuntamiento. Fue entonces cuando Elías y Nacario les retiraron los préstamos de alimentos porque la situación se desbordaba. Las primeras lunas de los escaparates estallaban a pedradas ante las miradas insólitas de los parroquianos del pueblo, que no se lo creían. Como contramedida, un conato de incendio en el Hogar tuvo que ser apagado a altas horas de la madrugada.
Fue la Guardia Civil venida desde el pueblo cabeza de partido, quién tuvo que desalojar el Ayuntamiento, con el drama que supone llevarse encadenados e tres de los dirigentes-insurgentes del bar de Juan. Pero con esto no se resolvieron los problemas, sino que al revés se incrementaron; los cochinos de Anastasio, unos fueron robados y por otros pasó una soga alrededor del pescuezo que, pendiendo de las ramas de las encinas con un cartón escrito “el próximo eres tú”, no hacían sino corroborar que la espiral de violencia desatada en todo el país había llegado al pueblo.
En los periódicos que llegaban de la ciudad no se hablaba de otra cosa que de la ocupación de las fincas, la movilización del ejército, la quema de las iglesias y el ajuste de cuentas pendientes desde hace mucho tiempo que se estaban llevando a cabo por la comarca.
Y tuvo que suceder. Aniceto, uno de los chavales que más alejado vivía del pueblo, llegó jadeando a la puerta de la escuela con los ojos desencajados, la tez mezcla de un pálido propio del horror y las manchas coloradas en sus mejillas debido a la carrera. Con su portaviandas en las manos temblorosas se dirigió a sus compañeros intercalando jipidos y restregándose los churretones de lágrimas por la cara, aclaró la tardanza de Don Sebastián.
Allí fueron todos los del primer turno, a la entrada del pueblo, donde acababa una carretera y empezaba otra. La mayoría salvo Pepe, que recientemente se le había muerto un familiar, era la primera vez que veían un cadáver. Impresionaba ver al maestro en camisón de dormir, con un abrigo por los hombros, los ojos entrecerrados, como pensativo, tumbado en el borde con la cabeza mal apoyada sobre el mojón que daba nombre al pueblo y un tiro que le atravesaba limpiamente, de arriba a abajo, desde la nuca hasta el mentón. Si no fuera por la sangre seca que manchaba de rojo su barba gris bien cuidada, diríase que no había pasado nada, que se había quedado allí dormido. Pero no era así, había sino un asesinato en regla.
¿Que de donde partió la idea? ¿del bar de Juan?, ¿del Casino?, ¿del Hogar? Y qué más da. Hacía falta una víctima y allí estaba. Se necesitaba un preludio para los acontecimientos que seguirían después y, quién mejor que este hombre para cumplir ese funesto papel.
Así acabó el proyecto educativo del maestro, rodeado por sus alumnos gimoteando alrededor de él, con un pequeño muro de piedras a su costado, donde unos cochinos seguían masticando bellotas como el que mastica palabras, sin alterarse.
[escrito en Madrid en los años 80]
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